Por Avinoam Hersh
Esta semana tuve que entregar las notas de calificaciones y me acordé de una anécdota que me contó un amigo mío que también es maestro.
Como todos los maestros, al final del año tenía que revisar un sin fin de exámenes y escribir muchos reportes. El agobio por todo ese trabajo le causó que llegará a los últimos reportes muy cansado. Sin embargo, sabía que este era un tema de vida o muerte ya que solo necesitas de una palabra fuera de lugar para causar una cicatriz permanentemente en el alma del niño.
El tiempo se terminaba y la fecha para entregar los reportes llegó. Al llenar el último reporte sintió que exprimió su última gota de lucidez. La revisó dos veces y entregó las calificaciones.
Al día siguiente recibió una llamada de la mamá de uno de los alumnos más “complejos”. Siendo un maestro con mucha experiencia, sabía que después de entregar las calificaciones debía preparase para la “guerra de quejas”.
La madre comenzó con un intenso bombardeo de artillería e insinuó que es lo que venía:
“No sabes que es lo que le hiciste a mi hijo”.
Mi amigo decidió que este era el momento adecuado para activar el sistema antitanque y envió su respuesta al aire:
¿De qué está hablando señora? Es muy fácil venir ahora cuando durante todo el año casi no has hablado conmigo. Inclusive cuando se sentó conmigo en la reunión de padres se disculpó despúes de diez minutos y dijo que tenía que reunirse con el maestro de su hija. ¿Cómo se atreve a venir a hora a quejarse?
La mamá ni siquiera prestó atención a lo que dijo mi amigo y continuó:
“Lo haz cambiado por completo. Que sepas que nunca lo voy a olvidar”.
En este momento mi amigo se dio cuenta de que la conversación se estaba tornando demasiado agresiva y decidió que había llegado el momento de presionar el botón rojo, aquel botón que lanza el arma “Día del Juicio”.
“Señora le pido baje su tono, si no voy a tener que terminar nuestra conversación“.
Pero la mamá ya estaba a toda velocidad en la carretera, determinada e imparable.
“Su sonrisa regreso. Extrañaba tanto a ese niño”.
“Un minuto ¿Qué fue lo que dijo?” Mi amigo trató de empezar de nuevo.
“Si, gracias al diez que le pusiste, el único diez que recibió en sus seis años de colegio, se ve como una persona completamente diferente, inclusive el color regresó a sus mejillas”.
Se empezó a sentir un poco confundido y pidió que la mamá esperara un momento. Corrió hacia la computadora, ya que sabía que no había manera que este alumno que tenía tantos problemas había recibido diez de calificación. La calificación más alta que había recibido hasta ahora era apenas un siete.
Se fijó nuevamente y se dio cuenta de que se confundió con los dos Abraham de la clase. En vez de darle diez a Abraham el mejor alumno, se lo dio a Abraham el peor alumno que en su vida nunca recibió una calificación más alta que ocho.
El día siguiente, Abraham se acercó a él en el receso, lo miro directamente en los ojos y le dijo:
“Profesor, quiero que sepa que no pude dormir toda la noche por la calificación que me dio. ¿Entiende lo que significa? Por fin sé que en este reporte hay una materia que valgo un diez y no es educación física”.
Mi amigo me contó que si hubiese sabido el efecto que iba a tener este “diez” en la autoestima de este alumno se hubiese “equivocado” apropósito.
A partir de ese momento, cada vez que mi amigo llena las boletas de calificación hace su “error” fijo de subirle el autoestima a un alumno que su boleta esta vacía de nueves y dieces, a través de un “redondeo” de puntos.
Mi amigo aprendió otra lección importante:
A veces lo único que separa entre desesperación y esperanza, entre una autoestima sano y una frustración continua es un misero diez.
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